Por Elbia Álvarez

Exposición en la Galería Gurriarán de Madrid

1999

Objetos del instinto que tienen sentido en sí mismos. La escultora es como una niña que busca, encuentra y luego construye. Y, también como los niños, necesita tocar para comprender. De ahí la importancia del material utilizado –la madera en esta exposición-, de su textura, y de lo que ha hecho el tiempo en él –fracturas, agujeros, hendiduras-, puesto que algunas de las obras han sido realizadas con maderas de más de cien años. A partir de esta sensación táctil, de esta apropiación del material, se desarrolla intuitivamente la comprensión, el objeto mismo.

Las esculturas de los troncos vaciados y el huevo enorme aluden a los símbolos permanentes de la realidad humana. El huevo, además, expresa sentimientos. Para empezar, no sabemos lo que es. ¿Es un huevo o una cabeza? ¿Es una máscara africana? ¿O las tres cosas a la vez? La emoción viene dada por la espiral, que se eleva implacablemente a la fractura del vértice superior de la obra, y que se cierra en sí misma en dos agujeros que parecen mirarnos, atemorizados, expresando una enorme angustia, el dolor original a la apertura, al derrumbamiento de un mundo para entrar en otro. Con otras palabras, la agonía del que va a nacer.

El otro tipo de obras que la artista presenta recuerda objetos antiguos y anacrónicos: rosarios, ábacos, husos… Es la memoria de un mundo en el que todo se hacía con las manos: se tejía, se contaba, se rezaba con las manos, por lo que no es de extrañar que la escultora haya puesto las suyas en él. Los objetos han multiplicado su tamaño, “obligándonos” a mirarlos, a reparar en ellos, y han sido colocados en cajas de terciopelo y lino, como se guardan las joyas, y expuestos, evidenciando así la pérdida de un mundo en el que el tacto, y el conocimiento a través del tacto, era posible.